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En medio de la tremenda crisis en el país sudamericano, existen tremendos esfuerzos organizados que intentan dar alivio y marcha atrás a la ruina.

La emergencia humanitaria que aqueja a Venezuela tiene un lado sublime: la solidaridad. Aquí te puedes morir porque en el hospital no hay antibióticos. O porque las máquinas de diálisis están contaminadas. Aquí te puedes morir porque el Gobierno ya no cubre, como solía hacerlo, los tratamientos de alto costo: antirretrovirales para el VIH/SIDA o medicamentos contra el cáncer, por citar dos casos. Aquí un médico que acepte insumos proporcionados por figuras “vetadas” por el chavismo puede ir preso. Le ocurrió al jefe de Ginecología y Obstetricia del Hospital de Los Magallanes de Catia, Gonzalo Müller. La donación la hizo la esposa del preso político Leopoldo López. No importa que los insumos sirvan para salvar vidas. No importa que Müller no hiciera proselitismo alguno. Lo que importa es que quien hace el donativo, Lilian Tintori, es una contrarrevolucionaria. La presión fue enorme. Müller es un altruista: trabaja hasta altas horas de la madrugada en una ciudad tan peligrosa como Caracas. Lo liberaron en tres días. Aquí te puedes morir porque la extrema pobreza te convierte en un desnutrido. Aquí te puedes morir porque los esbirros de la dictadura te disparan cuando sales a protestar: las manifestaciones de 2017 arrojaron 121 muertos. Todo esto configura lo que, inspirados en Jung, podríamos llamar la “sombra”: la parte oscura de la crisis. Pero aun en las tinieblas, hay un rayo luminoso: la cruzada que adelantan distintas organizaciones no gubernamentales (ONGs) para plantarle cara a la terrible situación que atraviesa Venezuela. El sol en medio de la oscurana.

El espectro de ONG que se encargan de tenderle la mano al débil es amplio. Y el débil puede ser cualquiera. Contra todo ello –y más–, las ONG libran una batalla quijotesca. Venezuela construyó una sociedad civil muy sólida durante las cuatro décadas del período democrático (1958-1998). Un ejemplo: cuando ocurrió el estallido popular de 1989, que dejó un saldo de aproximadamente 300 muertos, se creó el Comité de Familiares de Víctimas del Caracazo. COFAVIC se convirtió en un ícono en la defensa de los derechos humanos. Su directora y fundadora, Liliana Ortega, fue designada en 1999 por la revista Time como una de las 50 líderes de América Latina para el nuevo milenio. Y COFAVIC sigue en el ruedo. En los veinte años de chavismo estas redes de solidaridad no han hecho sino crecer exponencialmente: la orfandad del ciudadano es total y alguien tiene que ocupar el espacio que el Estado deja baldío. Alguien tiene que reclamarle al Estado su negligencia. Porque el Estado cumple cuando le da la gana. ¿Se imaginan lo que significa depender de las hormonas de una dictadura? Hoy puede que haya medicamentos para atender a un asmático que llega a la emergencia de un hospital. Pero mañana, no. Un azar criminal. La vida depende de un hecho aleatorio. No de una planificación. Ni de un presupuesto justo. El gasto público en salud en Venezuela es el más bajo de América Latina: equivale a 1.5 por ciento del Producto Interno Bruto. La Organización Mundial de la Salud recomienda que sea el equivalente a 6 por ciento del PIB. La deuda social que el Estado no puede saldar, a pesar de que al país le ingresaron un millón de millones de dólares en estos años de chavismo manirroto, la asumen en buena medida las ONGs.

Una de las más activas es Cáritas, que está adscrita a la Iglesia Católica y que cuenta con al apoyo del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Ambas organizaciones suscribieron un acuerdo de trabajo en diciembre de 2017. Cáritas constituye uno de los pocos entes de carácter internacional al que el Gobierno le permite adelantar programas de apoyo en el marco de la emergencia humanitaria. Está presente en 71 por ciento del territorio nacional. Alrededor de 400 médicos voluntarios participan en las jornadas de salud que lleva a cabo esta ONG. Cáritas ha desarrollado el Sistema de Alerta, Monitoreo y Atención en Nutrición y Salud (SAMAN) para hacerle seguimiento a los niños que están en riesgo de desnutrición o que ya han caído en ella.

Cáritas estima que con apenas 57 dólares se puede sacar a un niño de la desnutrición aguda. Para abril de 2017, la ONG estimaba una tasa de desnutrición infantil de 11.4 por ciento. Una cifra que ya alarmaba a una de las quijotes que trabaja para Cáritas, la nutricionista y experta en seguridad alimentaria Susana Raffalli. La Organización Mundial de la Salud considera que al llegar a 15 por ciento el cuadro califica como una emergencia y se requiere cooperación internacional. Las cifras que divulgó Cáritas para julio de 2018 eran espeluznantes: el 65 por ciento de los niños menores de cinco años de las parroquias más depauperadas del país (que es donde la ONG hace su trabajo de monitoreo) estaba en situación de riesgo nutricional y el 13.5 por ciento de los niños menores de cinco años pertenecientes a zonas populares donde está presente Cáritas acusaba desnutrición aguda. Otra de las iniciativas desarrolladas por esta ONG es la de las Ollas Comunitarias. El programa se realiza en todo el territorio. Un plato de sopa gratuita es de mucha ayuda para un país cuyo índice de pobreza bordea el 87 por ciento. Cáritas también ha creado comedores populares en distintas parroquias del país. Ha servido más de 1.25 millones de comidas. La organización hace un esfuerzo denodado. Pero no puede con todo. La escenografía del socialismo del siglo XXI es espantosa: en las calles de Venezuela es común ver a niños, adultos y ancianos hurgando en la basura. Hace poco, fui a un modesto restaurante con una amiga. Cuando salimos, un hombre extraía de una bolsa de desperdicios un muslo de pollo. Lo comía (más bien lo lamía) como si fuera un manjar. Mi indigestión no fue gástrica sino mental: sentí culpa.

La culpa es un sentimiento común en la Venezuela de hoy. O más que culpa: impotencia. Todos sentimos culpa, menos el régimen. Pero hay quienes traspasan los obstáculos. Otra de las ONG que ha jugado un papel clave en esta crisis humanitaria que vive Venezuela es Acción Solidaria. Fundada hace veinte años por Feliciano Reyna para apoyar a los enfermos de VIH/SIDA, que es su núcleo de trabajo, la organización se vio obligada a extender sus servicios a otras áreas dada la crisis humanitaria que acosa a Venezuela. Tiene su sede en una casa muy sencilla, pero donde impera una disciplina franciscana. La vocación de servicio de su capital humano es admirable. Allí entregan medicamentos gratuitos, que a su vez son donados a través de distintos mecanismos. También cuentan con una línea telefónica a la que los pacientes o sus familiares pueden llamar y preguntar por cualquier medicina o insumo médico. Acción Solidaria atiende un promedio de 1500 personas al mes. Las cifras que maneja también resultan preocupantes: desde 2017 más de 79 mil personas con VIH dejaron de recibir antirretrovirales. Las estadísticas hablan claro: de las 1800 defunciones que hubo en 2014 se pasó a aproximadamente 5000 entre el año pasado y parte de 2018.

Acción Solidaria no se limita a entregar medicinas o a instruir a la población para prevenir el VIH/SIDA. Su presidente, Feliciano Reyna, fue uno de los que solicitó el pasado 22 de febrero ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos protección para 43 pacientes que no habían recibido tratamiento y cuyo estado era de cuidado. La CIDH se pronunció el 4 de octubre a favor de la solicitud e instó al estado venezolano a que cumpla de manera constante (no de manera intermitente) con la entrega de los antirretrovirales para salvaguardar el derecho a la vida, a la salud y a la integridad personal que tienen las personas afectadas. Acción Solidaria ha desplegado una campaña en las redes para hacer que el Gobierno acate el fallo de la Corte. No es tan sencillo. El chavismo parte de la premisa de que no puede honrar sus compromisos por el bloqueo del cual es objeto por parte de Estados Unidos. Y además niega que en Venezuela exista una crisis humanitaria. Pero, a pesar del “bloqueo”, sí canceló hace poco más de 900 millones de dólares de deuda externa: los bonos PDVSA 2020. Si no lo hacía, podía perder la empresa Citgo que tiene en Estados Unidos, que fue usada como respaldo de la emisión. Así es el doble discurso del gobierno de Maduro: habla de socialismo ortodoxo, pero primero paga la deuda externa y después les da migajas a los enfermos. Por eso los indicadores de salud están en rojo: en 2017, hubo 406,000 casos de malaria. Se esperan 700 mil para el cierre de 2018. Entre 2017 y 2018, fallecieron 2,500 de las 15,000 personas que se dializan en el país, entre ellos 12 niños y adolescentes. El sarampión pasó de 727 casos en 2017 a 5,332 hasta septiembre de 2018. Las fallas en el control epidemiológico son evidentes.

Hay otras organizaciones, como Provea (Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos) y Redes Ayuda, que desarrollan iniciativas con un toque “melómano”. Auspician un evento que denominan “Música por medicinas”. La gente lleva medicamentos (que no estén vencidos, naturalmente) y los puede canjear por discos de vinilo, CDs viejos o nuevos. En la iniciativa también participa la Librería Lugar Común (emblemática en Caracas) que dona libros para que se puedan intercambiar por fármacos. En Venezuela, según el informe de 12 ONG mencionado en el enlace anterior, el 95 por ciento de las medicinas, de los insumos médicos y de los equipos que se usan en el sector salud son importados. El recorte brutal de las importaciones (por la caída de los precios petroleros, primero, y por la caída de la producción petrolera de PDVSA, después) ha ejercido un impacto profundo en términos de abastecimiento: la escasez de las medicinas en las farmacias privadas está por el orden del 85 por ciento y en los hospitales es de cerca de 88 por ciento. Así que el evento que llevan adelante Provea y Redes Ayuda es muy útil. Ya han realizado cuatro y han recolectado más de dos mil medicamentos, que son entregados a las ONG’s que prestan asistencia humanitaria.

Pero la filantropía no se reduce al área de la salud, que es, desde luego, un sector que está en terapia intensiva. También hay otros “quijotes” que prestan su colaboración en medio de esta Venezuela gobernada por una élite que ha confiscado las libertades. Son los miembros del Foro Penal, una ONG fundada en plena era chavista y que presta asesoría jurídica gratuita a las víctimas de violaciones de los derechos humanos y a sus familiares. Sus directivos, Alfredo Romero, Gonzalo Himiob y Robiro Terán, y el conglomerado de voluntarios que los acompañan (4,900, que no son abogados, como ellos, sino activistas de derechos humanos), muchas veces se ven desbordados por la cantidad de casos que llegan a la ONG. Para que nos hagamos una idea: desde 2014 hasta julio de 2018 ha habido un total de 12,406 personas detenidas de manera arbitraria, la mayoría de ellas ya está en libertad total o bajo medidas especiales. Hasta el 31 de julio pasado, había 232 presos políticos: 177 civiles y 71 militares. Y los presos políticos son de todo tipo: bomberos, periodistas, dirigentes de partidos, comerciantes, estudiantes, concejales, médicos. No importa el oficio. Un caso conmovedor es el del traumatólogo (cirujano de la mano) Alberto Marulanda Bedoya, de 51 años, que trabajaba en el Hospital Clínico Universitario de Caracas (uno de los más reputados del país), a quien, según denuncia el Foro Penal, lo torturaron de tal modo que perdió la sensibilidad en sus dedos pulgares. Su delito: mantener una fugaz relación sentimental con una oficial de la armada (marina) que es acusada por el gobierno de participar en actos conspirativos y quien huyó del país. Marulanda Bedoya está recluido en una cárcel militar acusado de “traición a la patria”. Y el Foro Penal está siempre allí. De pronto se ve a Alfredo Romero o a Gonzalo Himiob a medianoche a las puertas de la policía política (el Sebin) porque han detenido a alguien. Lo de ellos califica como apostolado.

Venezuela tiene una cara tenebrosa. La de la emergencia humanitaria. La de la dictadura. La de la sombra. Pero la otra cara de la moneda está representada por la legión de ciudadanos y de ONG’s que tratan, a toda costa, de que el tsunami no se lleve a todo el mundo. No es fácil sustituir el papel que debe cumplir el Estado. Pero peor es quedarse de brazos cruzados.

Fuente: Letras Libres