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La dificultad para acceder a los retrovirales provoca que los portadores del virus desarrollen sida, la fase terminal de la enfermedad

Cerca de la medianoche, en una calle oscura vecina al centro histórico de Lima, Micky (identificado así porque prefirió el anonimato) comienza a hablarle a los parroquianos que circulan por este lugar buscando algo inseguro: sexo al paso, rápido y barato. La luz es débil, la inseguridad campante, y la presencia de prostitución callejera hace del sitio un nudo de problemas que las autoridades no logran controlar.

Pero Micky persiste y, por fin, logra abordar a un par de muchachos que, dubitativos, se acercan a la ambulancia que la ONG AIDs Healthcare Foundation (AHF) ha plantado este viernes para hacer pruebas de VIH en la calle, a quienes lo desean… «Mira, el VIH es un virus que solo se transmite por cinco vías: el líquido preseminal, el semen, el fluido vaginal, la sangre y la leche materna», les dice en un tono que denota convicción y claridad.

Los dos jóvenes terminan de convencerse y se sientan en una mesa puesta en la vía pública por AHF, donde les pinchan los dedos y les extraen sangre para analizarla. Micky ahora se dirige a dos chicas transgénero que observan esa suerte de laboratorio ambulante. “Me siento útil haciendo esto y la medicina ha avanzado mucho en los últimos años”, comenta.

Emigrar o morir

Buena parte de su fuerza y persistencia en esta tarea provienen de su propia condición: él también es portador del VIH. A la vez, es venezolano. Llegó a Lima en febrero del 2018 en autobús, tras un viaje de seis días en los que hizo escala en Colombia y Ecuador. Inicialmente había pensado en ir a Argentina para tratarse, por recomendación del médico que lo veía, pero no pudo ser. «Por esos días el dólar se disparó y ya no fue posible ir allá», explica.

Lo diagnosticaron en diciembre del 2017, en Caracas. Meses atrás, en agosto, se comenzó a sentir mal, cansado, se le hincharon las piernas, le salieron herpes en el pie derecho y le subieron hasta la cadera. “Me practicaron exámenes pensando que eran varices, hasta que finalmente me hicieron la prueba de Elisa y dio positivo”, recuerda. No era su crónico problema de falta de inmunoglobulina. Era el maldito virus.

Entonces, él trabajaba como asistente administrativo en una empresa de alimentos, y en seguridad industrial, por lo que ganaba razonablemente y se atendía en una clínica, algo que muchos venezolanos no pueden hacer. Además, lo trataba desde chico un médico, que fue él mismo que le recomendó que se hiciera la prueba para detectar si tenía el VIH.

Habitualmente, le mandaba los resultados de sus pruebas por correo, pero en esta ocasión lo citó personalmente para conversar. “La reunión fue como a las cinco de la tarde, en su consultorio, y fue muy fuerte. Yo no me lo esperaba. Pensé que era la mala alimentación, por la escasez que ya se vivía en el país, que me hacía consumir menos. Vivía solo en Caracas, a pesar de que yo era del estado de Guárico», rememora.

Luego le pidieron otro examen: el de CD-4, que revela la cantidad de linfocitos T con los que cuenta una persona para defenderse. Su costo era en dólares porque los reactivos los traían de afuera. “El bolívar está acá abajo y el dólar está acá arriba”, dice hablando con la voz y con las manos, para explicar lo difícil que era conseguir la moneda norteamericana en su golpeado país. Al fin, su hermano le envió 300 dólares desde Colombia, con lo que pudo hacerse la prueba y comer por unos días.

Sus CD-4 estaban en 100, una cifra bajísima, mientras la carga del VIH era alta. “Me asusté. Ya tenía que hacer magia para salir a trabajar y poder comer. Y ahora debería combatir esto. Sentí mucha impotencia, me puse a llorar, no sabía qué hacer”. Para ayudarlo, su médico le consiguió una caja de retrovirales. Solo que no iba a ser suficiente, pues también debía tratarse del mal que tenía extendido en las piernas.

El VIH había agravado ese cuadro y ya estaba entrando en la fase del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida), la etapa final de la enfermedad, en la que las defensas del cuerpo no pueden contrarrestar el ataque de otros virus oportunistas. Le ofrecieron contactarlo con una ONG en Argentina, o en otros países, y lo agregaron a un grupo de WhatsApp de pacientes seropositivos. Al poco tiempo, el médico lo volvió a citar y le dijo, casi sin anestesia: «Ya en tu estado tienes que salir del país. Si te quedas aquí, tienes una sentencia de muerte».

Huyendo del virus

Micky es uno de los más de 600.000 venezolanos que han llegado a Perú en busca de una vida mínimamente decente. AHF ha registrado a más de 400 que son portadores del VIH, de un total de 1.100 que ya estarían en este país atendiéndose en los hospitales públicos, donde el acceso a los retrovirales es gratuito desde el 2004.

Según el doctor José Luis Sebastián, director de la institución para la Región Andina, en Venezuela habría 80.000 personas diagnosticadas con el virus, de las cuales actualmente solo 10.000 estarían tratándose. Así se reportó el año pasado, en una reunión de la Organización Panamericana de la Salud. Los demás, por falta de tratamiento, corren el riesgo de llegar al sida, la fase final y más terrible de la enfermedad.

Hay otras señales alarmantes. A principios de diciembre pasado, durante el Día Mundial de Lucha contra el Sida, las ONG Acción Solidaria y Red de Gente Positiva denunciaron que la escasez de retrovirales en Venezuela llegaba al 95%. El Gobierno simplemente ya no los estaba comprando. Así, la gestión de la salud pública, en la que también faltan los reactivos para las pruebas, alienta la huida de pacientes a otros lares.

Tan grave es la situación que, en Cúcuta, la ciudad fronteriza a la cual llegan los miles de venezolanos que salen desesperados de la tragedia económica, AHF ha puesto un centro de atención. En esa localidad ya se han detectado 168 casos de migrantes portadores de VIH que entraron en Colombia. Algunos en situación casi terminal.

“Recuerdo haber visto en Cúcuta a un joven que llegó del otro lado, es decir, de Venezuela. Estaba en un estado terrible de delgadez, quizás pesaba unos 50 kilos y se le veía letárgico (confuso). Era una imagen de persona en fase sida que yo no veía en el Perú desde los años noventa”, afirma el doctor Sebastián. La ecuación es inevitable: si una persona diagnosticada no toma retrovirales, el virus avanza, las defensas bajan, y enfermedades diversas —desde una diarrea a una tuberculosis— atacan sin piedad.

Ya hay consecuencias fatales. El 26 de diciembre del 2018, el diario El Tiempo informaba de que las autoridades del departamento Norte de Santander (cuya capital es Cúcuta) reportaron la muerte de 63 venezolanos por enfermedades asociadas al VIH en los últimos tres años. En la propia Venezuela, los muertos llegaron a 5.000 solo el año pasado, según alertó la Red Gente Positiva.

Carlos José Díaz, de 25 años, otro venezolano seropositivo que ha llegado a Perú, lleva siete años luchando contra el virus. En su patria, se trataba en el hospital de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas. Pero hace dos años los retrovirales comenzaron a escasear. “La cosa se complicó, no llegaban los medicamentos. Fue entonces cuando decidí salir del país”, dice mientras sostiene en sus manos el lazo rojo que simboliza la lucha contra el sida. Tiene un semblante tranquilo y su voz es suave, delicada.

Ya no podía tomar las cuatro pastillas al día que necesitaba, de modo que emigró a Colombia un 5 de noviembre del 2016. Llegó a Medellín por tierra, con un amigo que también quería salir. Trató de ingresar al sistema de salud, pero le fue muy difícil, según su relato. Durante cinco meses tomó retrovirales que le mandaban desde Venezuela, por correo postal, aunque luego ya fue imposible. Al cabo de un año, decidió irse a otro lugar.

Antes regresó a Venezuela a visitar a su madre, cuando ya estaba afectado por la falta de retrovirales. Tenía vómitos y sufrió una crisis respiratoria. Así y todo, se fue por tierra a Bogotá, desde donde tomó un avión a Lima. Llegó en octubre del 2018 y acudió a AHF, donde le pusieron un vinculador, que lo guió por los procelosos pasillos de la salud pública peruana, que es algo más accesible. A la fecha, cuando ya vive en Perú, su trámite para ingresar al sistema de salud colombiano no ha finalizado.

La carrera de Alfredo

Alfredo tiene 27 años. Se le ve saludable y es alto, alegre, vigoroso. Tiene contextura fornida y viste con una polera roja y un pantalón vaquero. Exhibe cierto talante feliz y es conversador, locuaz incluso. No parece alguien arrinconado por virus alguno.

Llegó a Perú en junio de 2017, después de vivir 10 meses en Bogotá. Se enteró que era seropositivo una tarde aciaga de finales de 2015, a los pocos días de haber entrado a trabajar como ayudante de cocina en un restaurante de Valencia, su ciudad venezolana natal. El gerente del establecimiento lo llamó a un aparte…

—Ya no puedes seguir trabajando acá, le dijo.

—¿Por qué, si yo no tengo nada?, replicó.

—Sí, tienes el VIH.

Para aceptarle en la empresa, le hicieron varios exámenes médicos, entre ellos la prueba de Elisa. Los resultados no se los dieron a él, sino a la gerencia del restaurante. “Lloré, lloré muchísimo, pero luego me di cuenta de que no había necesidad de que me despidieran. Hasta me enteré de que era contra la ley no darme los resultados a mí. Podía denunciarlos”, declara. Pero era tarde lo echaron como si fuera un apestado.

Hasta ahora se acuerda de la cara del gerente, que incluso deslizó la idea de que temía que se cortara y “cayera sangre en la comida que preparaba”. Tras el desolador episodio, se fue a su casa, donde vivía con su madre y sus hermanos, pero no les contó el problema. Por entonces, la economía del país ya se caía a pedazos y, por supuesto, pensó en irse. Inmediatamente, inició su trámite para tener un pasaporte, en un tiempo en que aún no era tan difícil conseguirlo. «Costaba unos tres sueldos mensuales», aclara.

Con la ayuda económica de un amigo, se hizo otra prueba más que confirmó el diagnóstico. Nunca se sintió mal, ni tuvo cuadros complicados. Pero cuando le informaron de que debía hacerse más pruebas ya no había cómo pagarlas. Le dijeron también una lista de seis retrovirales que debía tomar, pero de ellos, al menos cuatro comenzaban a escasear. Fue entonces que cobró fuerza en él la idea de emigrar.

Al fin, un día encontró en su casa el mensaje del Servicio de Identificación, Migración y Extranjería (Saime), en el que le informaban de que su pasaporte estaba listo. “Cuando lo tuve en la mano lo primero que pensé fue cómo salir”, afirma. Pero antes tenía que juntar dinero. Apostó por una alternativa tristemente de moda: comprar alimentos en Cúcuta y venderlos luego en Venezuela. En octubre del 2016, cuando ya contaba con una cantidad respetable, partió otra vez hacia Colombia, pero ya no volvió.

No se lo dijo a nadie, salvo a uno de sus hermanos menores, de 16 años, que se echó a llorar. Recién después de estar dos semanas fuera, le escribió a su hermana desde Cúcuta. “Ya no voy a volver”, le dijo. Ella, sorprendida, apenada, le pidió que se cuidara. Tras unos días, partió a Bogotá, donde trabajó en varios empleos, entre ellos en un call center (centro de llamadas). Cinco meses más tarde, llegó a Perú.

Dos años y medio después de haber sido diagnosticado, en febrero del 2018 y ya en Lima, empezó a tomar medicamentos contra el VIH. “Yo nunca desarrollé síntomas y hasta engordé. Incluso imaginé que no tenía el virus. Me dije que no tenía nada y que tenía que salir de Venezuela. Como voluntario de AHF, aprendí lo importante que es la parte psicológica”, enfatiza. No hay en su rostro signo alguno de derrota.

“He visto casos de gente que se fue deteriorando paulatinamente. Yo el día que me enteré, lloré, pensé en mi familia, y de allí casi me olvidé, hasta el día que comencé el tratamiento”, añade. Ahora, como Micky, es un activista que persuade a potenciales portadores para que se hagan la prueba y, si tienen el virus, luchen contra el mal. Y acaso para que mantengan el ánimo contra toda tempestad viral y existencial.

Atajar al mal

Micky sigue haciendo su labor persuasiva, a calle abierta, mientras la noche avanza en este sector de Lima donde la ley es laxa, a pesar de que un patrullero da vueltas de rato en rato. Proliferan hostales modestísimos, sombríos, ad hoc para la clandestinidad. Frente a la ambulancia hay uno en el que entran un par de personas que (quizás, ojalá) podrían usar preservativo para evitar que el virus siga transitando.

Judith, una trabajadora de AHF, comenta que en las dos horas han permanecido en ese enclave, su sistema portátil de análisis ya encontró cuatro casos confirmados de VIH. Todos son peruanos, pero en alguna ocasión han detectado a algún venezolano que era portador. Inmediatamente le pusieron un vinculador para que vaya a un hospital y consiga los medicamentos que en su tierra escasean sin remedio.

Entretanto, por la frontera de Cúcuta, o por otras, los venezolanos siguen pasando y algunos, como precisa Sebastián, “no saben que tienen el virus, se enteran en el camino, o lo adquieren al utilizar el trabajo sexual como estrategia de supervivencia”. Antes, incluso durante el Gobierno de Hugo Chávez, el Estado ofertaba un buen tratamiento para el VIH. Pero desde hace unos tres años, la escasez del mismo es uno de los signos más demoledores de esta crisis humanitaria que tiene a la región y al mundo en vilo.

Fuente: Ramiro Escobar / El País