Palabras del orador de orden Feliciano Reyna Ganteaume
IESA – 22 de mayo de 2015
Señores compañeros de presidium, distinguidos invitados especiales, profesoras, profesores, graduandos y sus familiares, señoras y señores, amigos, amigas…
Mi primera reacción al ser invitado por la Dirección Académica para dirigirles hoy unas palabras, fue de sorpresa: ¿un activista de derechos humanos, en un acto de graduación de maestrías en gerencia? Debo confesarles que nunca he estado en un acto así en mi vida profesional, pues incluso en el que recibí mi grado de arquitecto en 1980, estaba sentado en unas gradas con mi familia, en un enorme estadio, en lugar de estar sentado con mis compañeros de promoción. Fue un acto de rebeldía, que a mis padres no satisfizo mucho, pero les agradecí que hubieran respetado mi decisión. Lo cierto es que ya no hubo otra oportunidad más, hasta hoy, a casi 20 años de haber cambiado la arquitectura y una empresa propia, por la promoción y la defensa de derechos humanos. De manera que, gracias a ustedes, casi a los 60 años, ¡por primera vez llevo puestos una toga y un birrete!
Tengo un inmenso respeto por quienes como ustedes se esfuerzan a diario por ampliar y profundizar sus conocimientos; sé que han dedicado innumerables horas a sus estudios, que su constancia y compromiso en muchos casos habrá afectado otras áreas también importantes de sus vidas y requerido además comprensión y entrega por parte de sus seres queridos, y por ello agradezco estar aquí hoy compartiendo este acto de merecida celebración para todos.
Pero si hay algo inacabado, que encuentra terreno fértil en las personas que se mantienen siempre dispuestas a enriquecerse humana y espiritualmente, es precisamente el conocimiento, aquel “solo sé que no sé nada” al que se refería Sócrates. Y esto se me hizo muy evidente hace 20 años, justamente cuando pensaba que ya disponía de un buen conjunto de herramientas para continuar por el camino más o menos bien trazado de mi vida, sin muchos sobresaltos. Una pérdida personal, poco antes de cumplir 40 años, desdibujó ese trazo y me presentó una oportunidad extraordinaria para seguir aprendiendo. Algunos de estos aprendizajes, que la vida ha ido regalándome a partir de aquel momento, son los que quisiera ahora compartir con ustedes; espero que ellos, esos aprendizajes, o la idea de que puedan ser extraídos de circunstancias y momentos inesperados, algunos muy difíciles, puedan ser de utilidad para ustedes.
El peso de las palabras y el sentido de responsabilidad
“Si algo me enseñaron 27 años de prisión, fue el valor de las palabras, cuán preciosas son, y el peso que tienen sobre la forma en que viven y mueren las personas, dependiendo de quién las pronuncie”. Así abrió Nelson Mandela la sesión inaugural de la XIII Conferencia Mundial sobre VIH/Sida, en Durban, Sudáfrica, en el año 2000.
Fue la primera de cuatro veces que pude ver a Mandela en persona, siempre a distancia. Unos 6.000 participantes lo recibimos emocionados, en medio de aplausos interminables y el grito de “¡Amandla!” por parte de los delegados africanos, un término Xhosa, la tribu de Mandela, que significa “¡Poder!”. En las marchas contra el apartheid lo gritaban los líderes del Congreso Nacional Africano, y era respondido con “¡Awethu!” por los manifestantes, o “¡para la gente!”: ¡Amandla, Awethu! ¡Poder, para la gente! Representaba el largo camino hacia la libertad y seguía resonando en estos espacios. Pero Mandela había desarrollado un extraordinario sentido de responsabilidad: inicialmente, había luchado contra el criminal régimen del apartheid de manera violenta; sin embargo, luego de años de prisión, comprendió que la vía para derrotarlo era otro y que sus palabras, como líder del movimiento que llevaría al final del apartheid, definirían el destino de su país y de su gente.
De sus palabras y consecuentes acciones dependería si Sudáfrica tomaba el camino de la violencia y la venganza o el del encuentro y la reconciliación; de ellas dependería cómo vivirían, o morirían, sus compatriotas, negros y blancos. Las injusticias y la conducta criminal del régimen eran innegables, pero el sentido de responsabilidad de Mandela, quien no pocas veces enfrentó intensas presiones de sus aliados y seguidores para responder con la fuerza, permitió que Sudáfrica fuera sanando sus heridas y abriéndose a las libertades democráticas. Este fue un camino diametralmente opuesto al de la vecina Zimbabue, donde un líder mesiánico contribuyó a profundizar las heridas de un pasado también injusto. Mientras Mandela entregó el poder al terminar su mandato de 5 años y Sudáfrica es hoy uno de los BRICS, Mugabe continua hoy al frente de un ruinoso Zimbabue, 35 años después de haber tomado el poder.
Ustedes se han preparado para ser líderes en sus áreas de desempeño, y no importa cuán amplio su alcance, ese liderazgo exige responsabilidad. Sus palabras, y las acciones que estas generen, pueden crear las condiciones para construir un entorno mejor, en su ámbito privado, en sus espacios de trabajo, en su participación en la vida pública. Son muchos los ejemplos de quienes han utilizado y utilizan las palabras para generar división, discriminación, exclusión, violencia e injusticia; pero incluso en su vida cotidiana, ustedes tienen la posibilidad de contribuir, como Mandela, a generar cercanía, reconocimiento e inclusión, y a solucionar conflictos y desencuentros, naturales en las relaciones humanas, por vías civilizadas y pacíficas.
Cercanía y empatía
En aquella misma Conferencia, el segundo orador de orden, sentado junto a Nelson Mandela, era un científico venezolano, el Dr. José Esparza, investigador zuliano, Director en aquel entonces del Programa de Vacunas contra el VIH de la Organización Mundial de la Salud. No lo conocía, pero había oído hablar de él. En su intervención, mostró el panorama global respecto del desarrollo de vacunas; pocas personas en el mundo manejaban tal nivel de conocimiento científico en un área tan compleja. Como podrán imaginar, ¡tenía que conocerlo! Y así fue: me encontré con una persona extraordinaria, no solo por su conocimiento sobre el tema de vacunas, sino por su capacidad pedagógica y su sencillez.
El ambiente en la Conferencia era como yo imaginaba a un mundo ideal: sin discriminación, de diálogo entre las personas más diversas, y así lo conocí de la mano de José Esparza, ya una figura reconocida mundialmente. Nos sentábamos a almorzar en la grama de una enorme área común, por donde pasaban científicos a quienes también había oído nombrar pero no soñaba conocer; me los fue presentando uno a uno. Se acercaban médicos que estaban a la vanguardia de la práctica clínica; directivos de agencias de Naciones Unidas; activistas de los más diversos frentes —mujeres con VIH, mujeres transexuales, representantes de grupos gays—, así como artistas y decisores sobre políticas globales de salud pública. A todos nos presentaba e invitaba a conversar, en aquel ambiente informal, pero lleno de contenido: un puente de doble vía entre la ciencia y los derechos humanos, entre el conocimiento y el reconocimiento de la dignidad humana. Después de todo, ya para aquellos años 40.000 millones de personas habían sido afectadas por el VIH, y la mitad había fallecido por causa del Sida.
La sorpresa mayor me la dio el Dr. Esparza durante la ceremonia de cierre, en un campo abierto. Este venezolano de renombre mundial, conocido y respetado por todos, escogió sentarse al lado de otro venezolano, un activista que apenas comenzaba a dar sus primeros pasos en la causa del VIH, y con él pude seguir compartiendo aquella tarde sobre un tema que ya me apasionaba. A partir de allí, fue simplemente José, una persona generosa y cercana, a cuyo lado me senté muchas otras veces y de quien siempre recibí explicaciones pacientes sobre los aspectos científicos más complejos relacionados con el VIH. Nos vimos personalmente por última vez en la Conferencia Mundial de 2012. Me acompañaban dos compañeros de mi organización quienes también habían oído hablar del Dr. José Esparza. Una mañana, mientras tomábamos un café, se sentó José con nosotros un rato corto pues en poco tiempo tenía una reunión con “Bill”.
En 2003, ese tal “Bill”, Bill Gates, había confiado a José la creación de la Empresa Global sobre la Vacuna para el VIH, con un presupuesto de millones de dólares. Había sido llamado por su conocimiento sobre todos los centros de estudios de vacunas para el VIH en el mundo, muchos de los cuales duplicaban esfuerzos innecesariamente. La tarea de José fue contribuir a unificarlos. Fue el asesor personal de Bill y Melinda Gates en estos temas hasta su reciente retiro. La primera vez que lo llamé a su oficina en la Fundación Gates, me respondió personalmente. Le pregunté, “¿Cómo es que tú mismo atiendes el teléfono, no tienes asistente?”; y, típico de José, me respondió: “Ella sabe que cuando el número comienza con 058, es de Venezuela y, no importa quién sea, ¡esas llamadas las atiendo yo!”.
Ustedes van a ser líderes en sus áreas de desempeño, seguramente muchos ya lo son, pero creo que si algo va a darle sentido a su liderazgo, será su capacidad de acercarse a las personas con quienes se crucen en sus caminos, su capacidad de hacer empatía con ellas, sobre todo desde el reconocimiento de la diversidad extraordinaria del ser humano. Como José, compartan sus conocimientos, sus experiencias, estoy seguro de que así van a enriquecerse tanto como van a enriquecer a otras personas.
El deber ser
Aquellos años fueron de una lección tras otra. Apenas unos meses antes de la Conferencia de Durban, habíamos comprado la casa en la que funciona actualmente el Centro de Servicios Comunitarios de VIH/Sida de Acción Solidaria. Fueron meses de arduo trabajo de remodelación, y de muchos y muy diversos aportes generosos. Quisiera destacar uno de ellos: cuando establecimos nuestro primer servicio de alcance nacional, el Centro de Información de VIH/Sida, en 1998, los gastos de un año, incluyendo el salario de dos personas, nos fueron donados por una señora que no tenía ninguna relación con el área del VIH/Sida. Su hija había participado en una presentación que hicimos sobre la situación de la epidemia en el país, y nos había ofrecido organizar una reunión con su mamá para plantearle nuestras necesidades. En esa reunión, además de hacer de inmediato el aporte para aquellos gastos, nos dijo: “¿no creen que ya han ido desarrollando programas y servicios que ameritarían sede propia?” y así hablamos sobre posibles costos “razonables” de casas en venta. La conversación fue mucho más amena y llena de palabras de ánimo de lo que el tiempo me permite describir aquí, pero baste decir que en unas semanas habíamos conseguido ¡una casa ideal! Estaba en el piso, pero tenía inmenso potencial (claro, eso lo sabíamos un colega arquitecto y yo; nuestra opinión no era compartida por el resto del grupo, que solo veía lo que era: ¡una casa en ruinas!). Llamé a la Señora para informarle; estaba de viaje, pero a los días nos respondió mientras hacíamos una visita a personas con VIH en el Hospital Vargas. “Conseguimos la casa, tiene muchísimo potencial, pero nos faltan los recursos para la inicial”, le dijimos. Era un buen monto en aquel momento. Nos pidió ir de inmediato a buscar los recursos para asegurar la compra de la casa.
Conversamos sobre los programas que íbamos a desarrollar en la nueva sede y, sabiendo que es una persona Católica, que ha apoyado causas relacionadas con la iglesia durante años, mucho antes de la existencia de Acción Solidaria, le expresamos que era importante que supiera que la prevención del VIH y la atención de los afectados nos exigiría trabajar con personas en situaciones particulares de vulnerabilidad y objeto de estigmatización: jóvenes y adultos gays, hombres y mujeres que hacen trabajo sexual, mujeres transexuales. Su respuesta fue una nueva lección: “¿Qué hace falta para prevenir el VIH, quiénes son las personas más afectadas, quiénes necesitan más apoyo? Ustedes hagan lo que deben hacer, apoyen a quienes tengan que apoyar, y para hacerlo cuenten conmigo”. Es más fácil decir algo así hoy, pero en aquellos años, incluso un banco que apoyaba la impresión de un folleto educativo nos pedía no nombrarlo ni incluir su logotipo. Hace 17 años, cuando sostuvimos aquella conversación, solo personas de la integridad, la coherencia entre principios y acciones, el compromiso con hacer bien a las personas, como Leonor Giménez de Mendoza, o la Tita Mendoza, como con cariño se le conoce, cabeza de la familia propietaria de Empresas Polar, podían asumir ese decidido apoyo. Gracias a personas como la Tita Mendoza, a voluntarios y voluntarias que en aquellos años de silencio también asumieron su compromiso con esta causa, en el Centro de Servicios Comunitarios de VIH/Sida han sido atendidas de manera directa más de 70.000 personas, desde su apertura en el año 2000.
Es probable que en muchos momentos de sus vidas, se les planteen situaciones que pondrán en tensión, que les obligarán a cuestionar valores para ustedes muy sentidos, como parte de sus más arraigadas creencias, de su formación religiosa o de su tradición familiar, de la cultura de su empresa. Tal como hace tantos años lo hizo la Tita Mendoza, cuando la dignidad de una o muchas personas esté en juego, y en sus manos esté la posibilidad de hacerles bien, no duden en actuar a favor de ellas, aunque deban enfrentar el juicio de su grupo de pertenencia, incluso el de la sociedad toda.
El país desconocido y los derechos humanos
En octubre de 2003, en un cafetín cercano a La Planta, aquel centro de reclusión ya cerrado, conocí a Humberto Prado, fundador de la Organización Observatorio Venezolano de Prisiones, con quien me habían puesto en contacto porque en sus visitas a las diversas cárceles del país, estaba encontrando cada vez más internos con VIH. Necesitaba apoyo para desarrollar un programa de atención y prevención. Del cafetín, nos fuimos a La Planta y comenzamos a recorrer los distintos pabellones. Dos cosas me impactaron ese día y recuerdo que me costó conciliar el sueño: la primera, que en Caracas, detrás de un muro frente al cual era difícil no pasar con alguna frecuencia, vivían personas en condiciones que solo habría imaginado como propias del Medioevo. Ese mundo de cientos de personas, sus familias y parejas, de maltrato y humillación, de abusos y degradación, había sido para mí, hasta ese día, inexistente. La segunda, que tantos de aquellos hombres reconocieran y trataran con admiración y respeto a Humberto Prado; era para ellos, sin duda, la representación de la justicia negada por el Estado, la voz que podía expresarlos como nadie con tanta propiedad, pues él mismo había estado en prisión por 8 años durante su juventud.
Me enseñó Humberto que en el trato dado a quien ha trasgredido normas, a quien ha delinquido, a quien incluso ha segado la vida a otras personas producto de la violencia, está representado, de la forma más cruda, el comportamiento de una sociedad entera. Si el Estado no cumple con sus obligaciones de garantizar condiciones de dignidad para 50.000 personas confinadas en recintos de poca extensión, si hasta ellas no llega la justicia y no hay condiciones para su redención, si la pobreza y la enfermedad están tan a la vista, si la violencia y la muerte se han convertido allí en práctica cotidiana, si los abusos de la Guardia Nacional y los custodios puede contarse en las cicatrices de sus cuerpos, si las abuelas, madres, parejas de internos e internas deben someterse a vejámenes semanales para poder ver a los suyos, ¿pueden esperarse garantías de una vida digna para las mayorías excluidas y empobrecidas que viven fuera de esos muros, o para el conjunto de la sociedad? En la presentación de cada informe del Observatorio Venezolano de Prisiones, Humberto termina con una cita de Nelson Mandela: “no puede juzgarse a una nación por el trato que brinda a sus ciudadanos más ilustres; sino por el que dispensa a los más marginados: sus presos”.
Buena parte del país que lo desconocía, se enfrentó a este “otro” país, el de las cárceles y centros de detención, con toda su carga de degradación, durante las protestas de los años 2013 y 2014. Y quizá muchas personas comprendieron, como siempre lo ha señalado Humberto Prado, que si un Estado no ofrece garantías de trato digno y justo para con unos, incluso para quienes han cometido los delitos más graves, seguramente no las ofrecerá para el conjunto de la sociedad. Humberto es ejemplo diario de lo que, sin importar origen y hechos del pasado, puede lograr una persona que se propone cambiar condiciones contrarias a la dignidad humana; de que sean cuales sean las circunstancias difíciles y complejas que se haya vivido, es posible superarlas para avanzar causas que favorezcan la vigencia de los derechos humanos, la justicia social, las libertades democráticas y el desarrollo sustentable.
Sea cual sea su área de desempeño, en empresas o instituciones públicas, en organizaciones de sociedad civil, vale la pena preguntarse qué hay detrás de los muros, quiénes viven más allá de ellos; muros físicos, pero también culturales, ideológicos, geográficos. Como líderes, ustedes tendrán posibilidades de contribuir a derribarlos, como lo ha hecho Humberto en un ámbito tan difícil y complejo como el de las cárceles venezolanas.
La civilidad como forma de relación e interacción con las demás personas
El estado de crispación, agresividad, hostilidad, en el que vivimos, está afectando incluso nuestra capacidad de relacionarnos con las personas más cercanas con amabilidad, con respeto, sobre todo cuando discrepamos de sus opiniones o formas de actuar. El grito parece haber sustituido a la palabra, al razonamiento; el ruido a la posibilidad de escucharnos, de contrastar puntos de vista. No se trata de evadir el conflicto, los desencuentros, son parte del hecho humano; pero todo ello puede ser manejado con civilidad, reconociendo en la otra persona su cualidad de tal y, por tanto, merecedora del respeto que cada quien desearía para sí.
Es una forma de llevar la vida, sea cual sea el ámbito de acción, desde el más íntimo, personal y familiar, hasta el laboral y el de la participación en la vida pública y política. Es un imperativo en estos tiempos de insultos, de violación de las normas más elementales de convivencia, en los que a muchas personas se ha llevado a situaciones límite, que ponen a prueba incluso su condición humana. En la búsqueda de satisfacer sus necesidades, dada la precariedad de la situación, estamos viendo cómo muchas personas dejan de lado hasta las más básicas formas de interacción civilizada con otras.
En fin, hemos pasado del valor y peso de las palabras, el sentido de la responsabilidad, la cercanía y la empatía, al compromiso ético con el deber ser y con la dignificación de las personas más excluidas de nuestra sociedad, a partir de anécdotas sobre personas que han dejado un legado indeleble en la vida de otras, desde sus diversos ámbitos de acción: la política, la investigación científica, la empresa privada y la promoción y defensa de derechos humanos.
Las personas nombradas supieron poner sus miradas más allá de las fronteras de sus entornos más inmediatos. De todas ellas podemos destacar que, aún en medio de situaciones tensas y complejas, la civilidad ha sido parte de su proceder. Bastaría escuchar algún discurso público de Nelson Mandela durante los violentos años posteriores a su libertad, o alguna denuncia de Humberto Prado sobre la trágica situación de las cárceles venezolanas, para entender que la civilidad no implica callar cuando la injusticia y el abuso de poder se hacen presentes; por el contrario, es cuando más hace falta, para que la denuncia y la acción no se pierdan entre la desesperación comprensible y la tentación de apelar a la violencia.
Una vez más, sea cual sea su área de desempeño, quisiera proponerles que, más allá de sus responsabilidades familiares, de estudio y de trabajo, es decir, de las que forman parte del ámbito más privado de sus vidas, asumieran también responsabilidades en la vida pública. Se gradúan ustedes hoy con un cúmulo de conocimientos que probablemente les lleven a posiciones cada vez más influyentes de responsabilidad y liderazgo; pongan parte de esos conocimientos al servicio de su comunidad, de su sector de empresas, de su ciudad, de personas en situaciones de vulnerabilidad, de quienes viven más allá de los muros que separan nuestras realidades.
A quienes no lo hayan hecho aún, les pediría formar parte de y participar activamente en alguna cámara empresarial, en un gremio profesional, hacerse voluntarios o voluntarias de una organización social, inscribirse en un partido político, y desde allí, en Venezuela o donde quiera que desarrollen su vida profesional, contribuir con esas causas mayores que tanto sentido dan a la vida: abrir o impedir que se cierren espacios de libertades democráticas; promover políticas y prácticas que contribuyan con la superación de desigualdades e inequidades; apoyar iniciativas y organizaciones que defienden derechos humanos; involucrarse en proyectos que impliquen desarrollo sustentable.
Para finalizar, les dejo una tarea: el 22 de mayo de 2016, cuando estén celebrando un año de este acto de graduación, además de recordar los logros que estoy seguro van a ir acumulando en los ámbitos más privados de sus vidas, hagan un recuento de las veces y las instancias en las que han participado en la vida pública. En ambos casos, ¿usaron el don de sus palabras para hacer el bien? ¿Interactuaron cercana y empáticamente con otras personas para compartir sus conocimientos y enriquecerse mutuamente? ¿Dieron prioridad al deber ser, aún si entraba en contradicción con sus creencias o las de su grupo de pertenencia? ¿Conocieron otras realidades hasta ahora inexistentes para ustedes, viven allí dignamente las personas, puede hacerse algo por ellas?
¡Me encantaría recibir noticias dentro de un año de quienes se hayan animado a hacer esta tarea!
Felicitaciones al IESA por mantenerse como un pilar de excelencia en el país durante estos primeros 50 años, sé que serán mucho más…
Felicitaciones a ustedes por haber culminado con éxito sus estudios, en medio de tiempos tan exigentes y complejos…